lunes, mayo 11, 2009


Al leer a Ricardo Piglia o a Roberto Bolaño, parece que formaran parte de una galaxia totalmente ajena a aquella que propició las obras de autores como Vargas Llosa, Fuentes, García Márquez o Donoso. Los hemos reunido (virtualmente) para que conversen entre ellos. Bolaño desde Cataluña, Piglia desde California: el hilo conductor es el correo electrónico, y las cuestiones de las que hablar, todas las posibles.


Roberto Bolaño. Querido Piglia, ¿te parece bien si empezamos hablando de algo que dices en La novela polaca? "¿Cómo hacer callar a los epígonos? (Para escapar a veces es preciso cambiar de lengua)". Tengo la impresión de que en los últimos veinte años, desde mediados de los setenta hasta principios de los noventa y por supuesto durante la nefasta década de los ochenta, este deseo es algo presente en algunos escritores latinoamericanos y que expresa básicamente no una ambición literaria sino un estado espiritual de camino clausurado. Hemos llegado al final del camino (en calidad de lectores, y esto es necesario recalcarlo) y ante nosotros (en calidad de escritores) se abre un abismo.


Ricardo Piglia. Cambiar de lengua es siempre una ilusión secreta y, a veces, no es preciso moverse del propio idioma. Intentamos escribir en una lengua privada y tal vez ése es el abismo al que aludes: el borde, el filo, después del cual está el vacío. Me parece que tenemos presente este desafío como un modo de zafarse de la repetición y del estereotipo. Por otro lado, no sé si la situación que describes pertenece exclusivamente a los escritores llamados latinoamericanos. Tal vez en eso estamos más cerca de otras tentativas y de otros estilos no necesariamente latinoamericanos, moviéndonos por otros territorios. Porque lo que suele llamarse latinoamericano se define por una suerte de anti-intelectualismo, que tiende a simplificarlo todo y a lo que muchos de nosotros nos resistimos. He visto esa resistencia con toda claridad en tus libros, y también en los de otros como DeLillo o Magris, que escriben en otras lenguas. Me parece que se están formando nuevas constelaciones y que son esas constelaciones lo que vemos desde nuestro laboratorio cuando enfocamos el telescopio hacia la noche estrellada. Entonces, ¿seguimos siendo latinoamericanos? ¿Cómo ves ese asunto?


R. B. Sí, para nuestra desgracia, creo que seguimos siendo latinoamericanos. Es probable, y esto lo digo con tristeza, que el asumirse como latinoamericano obedezca a las mismas leyes que en la época de las guerras de independencia. Por un lado es una opción claramente política y por el otro, una opción claramente económica.


R. P. Estoy de acuerdo en que definirse como latinoamericano (y lo hacemos pocas veces, ¿no es verdad?; más bien estamos ahí) supone antes que nada una decisión política, una aspiración de unidad que se ha tramado con la historia y todos vivimos y también luchamos en esa tradición. Pero a la vez nosotros (y este plural es bien singular) tendemos, creo, a borrar las huellas y a no estar fijos en ningún lugar. En estos días, estoy viviendo en California, en Davis, cerca de San Francisco, donde todo se entrevera, como sabes bien: los recuerdos del viaje al Oeste de la beat generation, con las novelas de Hammett, y los barrios paranoicos que describió Philip Dick conviven con la intriga de la cultura latina (en cada rincón de La Misión en San Francisco, en el Barrio invadido hoy por los jóvenes millonarios del Sillicon Valley, hay una figura o una imagen, un mural, una taquería, una bodeguita que tiene más color local que todo el color local que pudo imaginar Lowry, borracho, al pasear por Cuernavaca). De modo que aquí por contraste me siento un escritor digamos italo-argentino (un falso europeo, otro europeo exiliado). No creo que existan esas categorías en las historias de la literatura (están los italo-americanos, claro, pero se dedican al cine). Para mejor, estoy leyendo a W. H. Hudson (Días de ocio en la Patagonia), otro falso argentino, un europeo que nació en Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, y se crió entre gauchos hablando de lo que fue seguramente una versión prehistórica del spanglish. Y que a la vez escribía, ya lo sabemos, una de las mejores prosas inglesas que se puedan encontrar. Mejor que Conrad, a veces, menos barroco, más nítido, una extraña versión de Conrad, no sólo por la calidad de su prosa, y porque eran amigos, sino porque Hudson estuvo siempre desajustado y solo y fuera de lugar, como el polaco. Pero me estoy extendiendo. Me gustaría saber qué estás leyendo en estos días.


R. B. La última novela de Mendoza, La aventura del tocador de señoras, que me parece una novela muy buena. Pero permíteme que añada algo en relación a Hudson, un autor que leí muy joven. Yo creía entonces que Guillermo Hudson escribía en español y después de leer tres libros suyos me di cuenta de que escribía en inglés porque vi el nombre del traductor. No conozco bien la literatura argentina de finales del siglo XIX, pero tengo la impresión de que Hudson es uno de sus grandes prosistas. Algo similar ocurre poco después en Chile, con los primeros libros de Huidobro, que están escritos en francés. O con Rodolfo Wilcock, que acaba escribiendo en italiano. Hay como una especie de reflujo o de huida en algunos escritores, que los lleva a buscar, a instalarse o a indagar en una lengua menos adversa. Claro, éste no es el caso de Hudson. ¿Tú has leído a Mendoza?


R. P. Me gustan mucho los libros de Mendoza, aunque no he leído la novela que estás leyendo. Es intrigante, es cierto, ese juego con las lenguas extranjeras y con las traducciones. Para mí, Hudson y Gombrowicz producen efectos raros en la literatura argentina porque hacen entrar una voz próxima, un fantasma familiar, que se mueve invisible en un terreno conocido. Hay una tensión entre lo que se lee en la lengua propia y lo que se lee fuera de la lengua materna. Y los traductores están en esa frontera. Me interesa mucho la vida de los traductores, son un molde extraño de escritor. Ligado a Hudson, estoy leyendo ahora una biografía de Constance Garnett, una mujer fantástica que se pasó la vida traduciendo a los rusos al inglés. Imagínate que tradujo todo Tolstói y todo Dostoievski y terminó, por supuesto, medio ciega, una viejita feminista, muy simpática. Casi todos los norteamericanos y los ingleses, de Hemingway a Forster, admiraban a Tolstói por medio de ella, aunque Nabokov la destestaba, claro que Nabokov detestaba a todo el mundo.


R. B. Estoy completamente de acuerdo contigo en la importancia de los traductores. Lo que dices de Constance Garnett me recuerda de alguna manera a Consuelo Berges, que tradujo todo Stendhal al español y que se convirtió seguramente en la principal autoridad sobre Stendhal que existe en nuestra lengua. Sus traducciones son extraordinarias. También pienso en Javier Marías, que no es una viejita devota de un autor concreto, pero que tiene una traducción de Tristram Shandy, de Sterne, ejemplar. Pienso que tal vez personas tan disímiles como Garnett, Berges o Marías deshacen en el aire el problema que planteaba Pound, que sólo un gran autor puede traducir a otro. En este caso, sólo Marías es un gran autor; Berges y Garnett, desde la óptica tradicional, no lo son, aunque también puede ser posible, y yo me inclino por esta solución imaginaria, que tanto la viejita inglesa como la viejita española sean, y no en el fondo sino delante de nuestras narices, grandes autoras invisibles.


R. P. Tendríamos que hacer alguna vez una Enciclopedia Biográfica de Traductores Inmortales (e invisibles), ¿no sería sensacional? La inversa de la Enciclopedia de Tlön, algo más bien cercano a Manganelli o a las biografías imaginarias de Marcel Schwob, pero detalladas y reales, una lista de oscuros personajes extraordinarios, escritores asalariados que escriben a tantos centavos por palabra, los únicos verdaderos profesionales de la literatura, los nuevos folletinistas, que viven dedicados a la literatura, pero como escritores clandestinos, mal vistos y mal pagados, los verdaderos malditos, siempre postergados, siempre ausentes, y que por eso mismo serán quizá los grandes creadores del futuro. Serían pequeñas historias extraordinarias. Cortázar, que traduce todo Poe en una pequeña pieza de un pequeño hotel en Roma; el gran Sergio Pitol, al que durante años admirábamos sólo porque había traducido a Gombrowicz; el extraordinario trabajo de Nicanor Parra, con el Lear de Shakespeare; Aurora Bernárdez, traduciendo Pale Fire. Tendríamos que conseguir un mecenas y dedicarnos a preparar esa enciclopedia infinita. Estoy seguro de que nos haría inmortales, y sería no sólo un acto de justicia sino una revelación y una versión cómica de la por sí cómica historia de la literatura. Hay mil ejemplos. Pienso por ejemplo en el general Bartolomé Mitre, que libró batallas múltiples y fue luego presidente de la República a mediados del siglo XIX y que se dedico a traducir La Divina Comedia. R. B. La Divina Comedia, ni más ni menos. Bueno, no se puede decir que no fuera pertinente. Y sobre lo que dices de Sergio Pitol, estoy totalmente de acuerdo. El primer libro de Pitol que cayó en mis manos fue una traducción suya de un escritor polaco hoy bastante olvidado, Jerzy Andrzejewski. El libro se llamaba Las puertas del paraíso y su argumento era el mismo que ya había tratado Marcel Schwob en La cruzada de los niños . Otro dato curioso: en mi ejemplar de La cruzada de los niños, el traductor dedica su versión de la obra a Julio Torri, que es un escritor mexicano rarísimo (o normalísimo, depende desde dónde se le mire) y que fue un hombre de una modestia yo diría que patológica y un gran escritor de textos breves. De alguna manera, Torri fue como el reverso de Alfonso Reyes, la brevedad ante la multiplicidad. Pero dejemos la literatura mexicana. A mí me interesa muchísimo la visión que tienes de la literatura contemporánea argentina, con esos cuatro puntos de referencia que son Macedonio Fernández, Borges, Arlt y Gombrowicz.


R. P. Macedonio es un escritor excepcional, una especie de Marcel Duchamp de la literatura. Practica un arte puramente conceptual, interesado más en el proyecto que en la obra misma. En realidad, la obra no es otra cosa que el proyecto. Trabajó toda la vida en una novela que sólo era la idea de una novela que nunca se empezaba a contar y que estaba hecha básicamente de prólogos y de anuncios. Borges aprendió todo de él, sobre todo, la inutilidad de desarrollar un argumento que se puede resumir y contar como si ya estuviera escrito. Pensaba en Macedonio el otro día cuando leí que Eric Satie no abría nunca las cartas que recibía, pero las contestaba todas. Miraba quién era el remitente y le escribía una respuesta. Encontraron las cartas cerradas en un altillo y las publicaron junto con las respuestas de Satie. La correspondencia es fantástica porque todos hablan de cosas distintas y ésa, por supuesto, es la esencia del diálogo.


R. B. Yo creo que las cartas de Satie muestran una cierta deferencia para con el interlocutor, es decir, no deja cartas sin contestar, pero el conjunto de la correspondencia más bien es una aceptación, razonable, eso sí, de la imposibilidad del diálogo, aunque también caben otras explicaciones, la más obvia sería la desconfianza de Satie en la palabra escrita, que me parece improbable pues Satie es uno de los músicos que más ha escrito. También existe la posibilidad de que Satie, conociendo a sus amigos, no considerara necesario abrir sus cartas, o lo considerara redundante. Es curioso, pero podemos encontrar más de una semejanza entre Macedonio y Satie, pero ninguna entre Borges y Satie. Y yo creo que esto se debe a que Borges no lo aprende todo de Macedonio , sino también, una parte importante, de Alfonso Reyes, quien lo cura para siempre de cualquier veleidad vanguardista. Macedonio es el riesgo, la audacia, el vanguardismo y el criollismo juntos, pero Alfonso Reyes es el escritor, la biblioteca, y el peso que tiene sobre Borges es importantísimo, tanto en el desarrollo de su poesía como en su prosa. Digamos que Reyes proporciona el elemento clásico a Borges, la mesura apolínea, y eso de alguna manera lo salva, lo hace más Borges.


R. P. Alguno de nosotros pensamos que quizá el siglo próximo será macedoniano, y que Borges estará ahí con el bello texto necrológico que leyó en la Recoleta, en medio de la tristeza general (lloviznaba en Buenos Aires), cuando hizo reír a los deudos con un chiste de Macedocio dicho en el entierro ("los gauchos fueron inventados para entretener a los caballos en las estancias"). Reyes era un caballero, leo siempre que puedo El deslinde . En cuanto al efecto Satie-Duchamp, creo que Borges es vanguardista como lector mientras que como escritor quiere ser clásico. En cuanto a la cortesía de Satie con sus amigos, es verdad que a los amigos se les contesta siempre y nunca importa lo que uno les diga en las cartas.


R. B. Sí, a un amigo se le contesta siempre, algo que a veces puede resultar terrible. Michel Tournier, en El espejo de las ideas, opone a la amistad el concepto del amor, y viene a decir algo como que todo lo que no toleraríamos jamás a un amigo, un acto de vileza, por ejemplo, lo toleramos y lo aceptamos en el amor, pues el amor, en ocasiones, y al contrario que la amistad, también se alimenta de la vileza, de la cobardía, de la bajeza. El amor, y la historia está llena de ejemplos que lo certifican, puede ser coprófago, algo que jamás es la amistad. Bueno, todo esto es relativo, por supuesto. William Burroughs zanja la cuestión a su manera, cuando afirma que el amor es una mezcla de sentimentalismo y sexo. Recuerdo que cuando leí esta declaración de Burroughs, a los veintipocos años, me sentí muy apesadumbrado.


R. P. Los amigos son lo mejor de la poesía,decía siempre un poeta argentino, Francisco Urondo, que murió asesinado por la dictadura militar. Las amistades literarias tienen siempre un aire extraño. La amistad entre Alfonso Reyes y Borges, por ejemplo, o la amistad silenciosa y brevísima entre Beckett y Burroughs, que se encontraron en Suiza y estuvieron una tarde juntos casi sin decir nada, conversando sobre ciertos matices del inglés en Irlanda que intrigaban a Burroughs (Beckett casi no habló, sólo dijo una frase que Burroughs consideró siempre el mayor elogio que había recibido: "Usted es un escritor"). O la amistad de Hannah Arent y Mary McCarthy, fantástica, de la que nos ha quedado la correspondencia. O la amistad de Gombrowicz con el poeta Carlos Mastronardi, que discurría siempre del mismo modo. Mastronardi, que era un hombre muy fino y muy discreto, un gran noctámbulo y un extraordinario poeta que en toda su vida escribió un solo libro , lo esperaba en el Querandi, un café de Buenos Aires, tomando un té, y Gombrowicz llegaba siempre un poco apurado. Mastronardi lo recibía con gentileza y preguntaba "¿cómo está, Gombrowicz?". Y Gombrowicz le decía siempre: "Cálmese, por favor, Mastronardi". Como si Mastronardi se hubiera dejado llevar por una emoción excesiva por el solo hecho de saludarlo gentilmente. "Cálmese, Mastronardi", fue durante años una de las consignas de mi juventud. Por eso, en fin, quiero decirte que esta conversación va a ser el comienzo de una amistad, o la continuación de la amistad que hemos establecido ya con nuestros libros. Pienso ir a Barcelona en las próximas semanas y ojalá podamos vernos y por supuesto siempre puedes venir a visitarme a California.


R. B. Yo también espero que nos podamos ver pronto, aquí o en cualquier parte.


Babelia, 3 de marzo de 2001

martes, mayo 05, 2009

Un marciano en el Rio de la Plata



Jorge Mario Varlotta Levrero (1940-2004) novelista, cuentista y guionista de historietas uruguayo fue entrevistado a comienzos de 1988 por el crítico literario y periodista argentino -residente en Montevideo- Carlos María Domínguez (1955) para la revista "Crisis", en cuyo nº 60 de mayo de 1988 apareció el reportaje


¿Cómo fue su trayectoria? ¿Siempre pensó en ser escritor?


Todo era muy evidente menos para mí hasta el año '66 en que cumplí veintiseis años. Después de una crisis personal muy profunda me fui a un balneario llamado Piriápolis en pleno invierno. Abandoné la librería de usados que tenía en Mon­tevideo y me desligué completamente de lo que había sido ni vida hasta ese momento. Después de unos quince días de total vaga­bundeo comencé a escribir. Primero un poema, luego un relato. Contaba con la protección de un pintor, Tola Invernizzi, que viéndome en crisis, sin preguntarme nada me invitaba a comer a su casa, a participar de la vida familiar y a jugar con sus hijos. El relato trataba de alguien que llegabaa un lugar y se ponía a acomodar cosas, que era lo que me estaba pasando internamente. Este hombre me alentó a continuarlo y al ir paseando por la rambla, por la playa, empecé a mirar hacia adentro y a encontrar pistas de todo un mundo que estaba presente en esas pocas líneas que había iniciado. Entonces me largué a escribir a un ritmo febril. No tenía un lenguaje desarrollado, había palabras que no me venían a la mente, entonces ponía entre paréntesis la descripción del objeto y luego busca­ba en los diccionarios, preguntaba y rellenaba esos agujeros. Todas las noches, cuando iba a ce­nar a la casa de estos amigos, les llevaba lo que había escrito durante el día y así salió "La ciu­dad". Ese fragmento inicial se convirtió en una no­vela que yo no sospechaba que tenía adentro.


El público suele creer que un escritor se dedica a la literatura porque tiene facilidad de palabra, cuando en realidad lo que tiene con la palabra es una lucha, muchas veces tortuosa.


Claro. Incluso hasta ese momento yo habla­ba muy poco. Tenía una represión muy grande. Cuando pude escribir empecé a hablar con más fa­cilidad y a comunicarme. Después de escribir "La ciudad" fue como haber derribado un muro.



Tengo entendido que la escribió en pocos días y la corrigió durante varios años.


No me acuerdo si en ocho o quince días, pero fue la vez que trabajé con más dificultades, con más esfuerzo físico. Trabajaba desde las nue­ve de la mañana hasta las diez de la noche. Estaba muy imbuido del paisaje que me rodeaba en ese momento, Piriápolis, y un pueblito más chico y miserable llamado Pan de Azúcar. Fueron unos meses muy intensos. Después de superada la crisis salí muy fortalecido y con mucho interés en lo que estaba haciendo. Me pasé tres años corrigiendo "La ciudad". En realidad no estaba tan mal escrita como para necesitar un trabajo tan obsesivo de co­rrección, pero me daba miedo dado a conocer y por otra parte estaba fascinado con el mecanismo creativo que acababa de descubrir. Escribí mucho en el' 66, en el '67.


Y a partir de ahí asumió...


No lo asumí.



En aquella época ¿de qué vivía?


Mis medios de vida han sido siempre circunstanciales, poco ortodoxos. Alquilaba un local en el centro de Montevideo, donde tenía una librería de usados, y el departamento que estaba arriba en el mismo edificio. Llevaba una vida muy frugal. Hubo un intento de desalojo y esa fue la clave de que pudiera escribir durante casi veinte años. Al dueño se le antojó tirar abajo el edificio y construir oficinas, entonces quiso desalojar a todo el mundo. Y empezaron a pasar cosas, siempre que venía el desalojo era frenado por algo, falleció la mujer del dueño, fue a sucesión, el alquiler fue quedando muy barato, congelado, hasta convertirse en un suma absolutamente despreciable. Ahora muchos de mis compañeros de trabajo se asombran cuando les digo que es la primera vez tengo una heladera eléctrica. Como entonces tenía tiempo a mi disposición, salía a hacer las compras todos los días. Eso me permitió tener el ocio necesario para poder escribir y hacer todo lo que quería, no sin pasar angustias económicas de vez cuando.



Se acercó al periodismo...


Aisladamente. Hubo épocas en que viví del humor, sobre todo en una revista llamada "Mishiadura", un poco heredera de la vieja revista "Peloduro", que echó las bases de lo que es el humor uruguayo. Claro que en el '69, '70, '71, estábamos en un momento político muy distinto. Colaboraba en otra revista llamada "Maldoror", pero que tiene una periodicidad loca: cada dos, tres años, sale un número. En un concurso de "Marcha" presenté "La ciudad" y obtuve una mención. No llegaron a publicarla porque antes apareció Marcial Souto, que por entonces hacía sus primeras armas en el mundo editorial, con el proyecto de editar la novela en una colección que finalmente tuvo un pésimo destino: fue reducida a pulpa de papel.



¿Cuándo comenzó a interesarte por la parapsicología?


Poco después de empezar a escribir. Me sucedieron cosas muy llamativas, de te­lepatía sobre todo, y luego tuve miles de experien­cias más de distinto calibre. Finalmente recurrí a un médico que me supo explicar todo lo que me ocurría, descartando toda explicación sobrenatu­ral: me hizo leer libros, y eso me ayudó a que la fenomenología se fuera reduciendo. Le fui pres­tando menos atención y empecé a vivir un poco más tranquilo. Aquello se transforma fácilmente en un vicio. Uno trata de provocar el fenómeno, y los fenómenos realmente auténticos son espontáneos. Al tratar de provocarlos, uno obtiene unas imitaciones que no son exactamente parapsicológicas. Uno se va volviendo cada vez más histérico y puede enloquecer fácilmente si persiste en esa actitud.



Cuénteme a qué responde el seudónimo: Mario Levrero.


Cuando terminé de escribir "La ciudad" no estaba seguro de que la novela fuera mía. Había nacido de una parte de mí que yo desconocía y no me animaba a firmarla con ni nombre. No era exactamente mía pero tampoco totalmente ajena, así que opté por mi segundo nombre y mi segundo apellido. No es estrictamente un seudónimo. Ade­más, yo no me asumía como escritor, y a veces la literatura se volvía una actividad fastidiosa y se­cundaria que chocaba con mi necesidad de ganar­me la vida, de encauzarla de una manera más pro­vechosa. El seudónimo ayudó a esa especie de ocultamiento.


¿Y por qué toda su obra la firma co­mo Mario Levrero y el folletín "Nick Carter" como Varlotta?


"Nick Carter" apareció como algo distinto. No lo vi en la misma línea que lo demás, no lo asimilaba al resto de la obra de Levrero, y en ese momento me parecía algo inferior. Mientras lo es­cribía pensé que no se lo podía mostrar a nadie. Estaba volcando mucha cosa psicoanalítica perso­nal y fantasías de todo tipo, principalmente eróti­co. Intenté buscar otro seudónimo pero al final aquello fue una decisión de los editores. Me enteré de que estaba como Jorge Varlotta cuando salió el libro.



Interesa lo que dice de su seudónimo porque sus libros parecen escritos desde una conciencia que no discrimina límites entre el mundo interior y el exterior. Este entramado, presente en casi todas sus historias, puede ser leído como referente de la enajenación moderna y de la situación de un individuo que nunca puede instalarse dentro de sí, que nunca es enteramente consciente de la multi­plicidad de cosas que pasan por él, como si estuviera arrojado de sí mismo.


Bueno, en "París" se dice claramente de la preocupación del protagonista por establecer lími­tes entre lo que es el mundo exterior y el interior, sin que pueda conseguirlo. Eso debe tener que ver con mi carácter intro­vertido y con una forma muy especial de percep­ción. En realidad, yo no llego directamente al ob­jeto exterior sino a la sensación que ese objeto me produce. Esto implica pasar por una serie de pro­cesos interiores que desconozco, para rescatar al objeto, para que aflore en la conciencia como una real percepción. Hay una historia preexistente que debo descubrir poniéndome en un estado de comunicación conmigo mismo. Dejar subir lo que hay dentro, percepciones, vivencias, cosas que se fueron, que tal vez no fueron vividas en su momento, ahí sur­gen ya elaboradas por el inconsciente, como en un sueño. Es un mecanismo onírico el que está pro­duciendo las imágenes continuamente. Fluyen las palabras, pero al mismo tiempo hay un control consciente que hace que lo que escribo no suene como el relato de un sueño. Es como si la con­ciencia participara como vigía de un hecho miste­rioso. A veces discuto con entrevistadores allegados a la ciencia ficción y termino defendiéndome co­mo "realista". Mis historias no son fantásticas. Por lo general, en lo que escribo no hay elementos so­brenaturales. Pasan cosas raras, muy poco fre­cuentes, o hay elementos no reconocibles como objetos de la realidad, pero sí son reales los mecanismos psicológicos, la simbología que está ex­presando un mundo espiritual, absolutamente real.



Todo esto está vinculado al modo en que introduce el erotismo en la trama dra­mática de sus relatos. Enteramente libre del peso de la moralidad y aun de la necesidad de transgredir la moralidad, el erotismo en su obra forma parte de la estructura dramática central.


Probablemente porque sea el eje central de mi vida, el interés vital más importante.



Hábleme de eso. ¿Por qué?


Me cuesta mucho separar lo que sería el im­pulso religioso, metafísico, del impulso erótico. Parten de un mismo centro y justamente son mis dos preocupaciones e intereses constantes. A tra­vés de las experiencias parapsicológicas, las más auténticas, y a través del erotismo y del sexo, he tenido esa percepción de una mayor dimensión del ser, y es lo que necesito casi como el oxígeno. Ne­cesito aunque sea fugazmente esa trascendencia, ese sentirse más de lo que uno se percibe habitualmente, más de lo que uno se permite o de lo que nos permiten ser.
Esta idea del erotismo aparece en su obra signada por un misticismo primitivo: or­gía, fusión con el otro, anulación de las dife­rencias, canibalización, elementos que están en el origen del principio religioso. La bús­queda de satisfacción del deseo sexual no re­sulta distinta de la lucha por la comunica­ción, otra constante en sus libros, y sobre to­do en la trilogía que integran "La ciudad", "El lu­gar" y "París". Ambas búsquedas parecen intentar el acceso a una experiencia de plenitud y de comunicación con todo.
Más que la búsqueda de satisfacción, yo di­ría que el deseo es un puente, un tentáculo dirigi­do no exactamente hacia el otro sino hacia lo más esencial del otro. Por eso hablo del erotismo como de una experiencia trascendente. Para mí no es tanto una cuestión de carne sino de espíritu. A través de los mecanismos eróticos encuentro la posi­bilidad de llegar al alma de la otra persona, un si­tio al que se llega también a través del arte. Siem­pre lo sentí y viví así. La comunicación y el sexo como una misma cosa. Por eso protesto cuando hablan de pornografía en mis libros. Yo detesto la pornografía.


Cuénteme cómo trabaja, cómo se plan­tea el trabajo literario.


Para poder trabajar, para mí es indispensa­ble el ocio, y cada vez me resulta más difícil conseguirlo. Nunca tengo un plan previo sino que las imágenes se me imponen con una continuidad ob­sesionante y tengo que desarrollarlas para averi­guar de qué se trata. Claro, luego siempre surgen complicaciones. En los últimos años me pasó con "Desplazamientos". La escribí de un tirón, linealmente, por entonces las repeticiones de escenas no existían. Le faltaba peso, no me convencía. El pri­mer título provisorio era "La sombra". Luego se me ocurrió "Desplazamientos", pero se trataba de los desplazamientos físicos. Estaba terminada y me sentía frustrado. Estuve a punto de destruirla. Dejé pasar un tiempo, la volví a leer, y me di cuenta de que cuando llegaba a un nudo, al pasaje de una secuencia a otra, el protagonista podía ha­ber elegido otra alternativa equivalente. Un poco por pereza, por necesidad de seguir trabajando, había elegido una, pero no era necesariamente la más correcta. Ninguna se imponía claramente so­bre las otras. Entonces se me ocurrió escribirlas todas, con la idea de ponerlas al final, como un apéndice de la novela. Luego se me ocurrió interca­larlas y vi que funcionaba. La estructura de "Des­plazamientos" fue absolutamente obligada por una necesidad de verdad, de realidad.
Sus personajes, siempre traspasados por una realidad que se les impone, parecen inocentes sólo en la primera aproximación.
Cantidad de cosas que quedan marginadas de la conciencia están sin embargo ahí, a su alcance. La conciencia tiene pereza de tomarlas, de asu­mirlas, como si prefiriera no verlas. Es en esa estrechez donde tal vez parezcan inocentes los per­sonajes. En realidad no lo son. No se esfuerzan por hacerse cargo de las situaciones. Eso a mí me pasa continuamente, al punto de que hace un par de meses descubrí que estaba enamorado de una mujer a través de un sueño. Me lo impuso el in­consciente. Era un sueño tan claro que tuve que rendirme a la evidencia y empezar a examinar mis sentimientos.



Su palabra siempre se presenta, en primera instancia, al servicio de la imagen.


Y atrás de la imagen todavía está otra cosa: el clima, que me parece lo fundamental. Porque la imagen puede ser otra, igual que la palabra, pero lo que yo trato de reproducir es el clima de lo que estoy viviendo en ese momento.
Y eso tiene que ver con la virtual de­sorganización argumental de algunos de sus relatos, que aparecen potenciados metafóri­camente con otros recursos, brindando igual­mente una sensación de completud.
Contradiciendo lo que alguna vez afirmó Angel Rama -que decía que lo que yo escribía era caprichoso, que terminaba mis cuentos cuando se me ocurría-, siempre llega un momento en que el punto final se me impone y ya no puedo agregar ni una palabra más. Hay una estructura que tal vez Rama no supo descubrir, que a mí me parece que está dando cuenta de un hecho completo, al que no le sobra ni le falta nada. No lo puedo explicar, pero estoy convencido de que no existe ningún ca­pricho en la ficción.



Las influencias más decisivas provie­nen de la vida misma, pero también alguna que otra de la lectura. Se lo vincula con Kafka, Carroll, Felisberto Hernández


Lo de Carroll y Kafka es rigurosamente cierto. Este último fue el disparador. Leía "El castillo" mientras escribía "La ciudad", y "América", sobre todo, me abrió la visión de un mundo que yo me prohibía a mí mismo. Las cosas no eran como nos las habían enseñado, la realidad no coincide con los elementos que uno tiene para percibirla. El mundo es más complejo, más terrible y carga suti­les complicaciones, tantas como no habíamos imaginado. El me dio permiso para exteriorizar ese sufrimiento, para poder expresarlo. Luego me fui apartando de sus cosas y desarrollé un camino personal. En cuanto a Felisberto Hernández, con­fieso que recién lo comencé a leer cuando me vin­culaban con él, y por cierto que me pareció admi­rable. Coincido en eso de las influencias literarias. Me resulta muy irritante y ajeno a la realidad ver cómo los críticos se esfuerzan por establecer un mapa con alfileres, donde cada escritor aparece pinchado en determinado lugar en relación con otros escritores, como si un fabricante de queso tuviera que comer queso y ninguna otra cosa. Hay una influencia de ciertos escritores, pero también de la música, la pintura, la luna, el mar, las muje­res.



¿Qué le importa en la literatura?


El resultado. El resultado es lo único que importa. La intención es siempre egoísta. Yo trato de librarme de un problema, escribiendo. Pero si en alguna medida, lo que escribo puede ayudar a alguien como me ayudó a mí Kafka, por ejemplo, creo que mi vida está más que justificada.